La pandemia del coronavirus (o COVID-19) está poniendo a prueba la coordinación y, lo que es peor, la cohesión europea. Se supone que somos –al menos así lo indica la denominación oficial—una unión. No solo se trata de un espacio para las transacciones económicas. La protección y el bienestar de los ciudadanos no compete únicamente a los Estados “soberanos”. En caso contrario, ¿de qué les valdría a los ciudadanos pertenecer a la Unión Europea? Si la Unión Europea es una comunidad política cuyos objetivos son la integración y gobernanza común de los Estados y pueblos de Europa, demasiado sencillo es aceptarla únicamente cuando corren buenos tiempos. Cuando las cosas pintan mal constituye una enorme irresponsabilidad acordar como mucho un conjunto de medidas débiles, si es que no se llega incluso a mirar hacia otro lado o al sálvese quien pueda. Ocurrió con la crisis económica del 2008, por no hablar ahora del por lo general vergonzoso comportamiento de la Unión Europea con respecto a los ciudadanos (sin recursos y en dificultades) que oficialmente no pertenecen a ella, como los refugiados sirios. Las pandemias del Antropoceno, que irán llegando, inevitablemente, de tanto en tanto, no solo van a afectar a los pobres de los países “atrasados”. Por desgracia, esos virus se contagiarán por todo el planeta; ya sabemos que no respetan fronteras. Ahora es un buen momento para que los habitantes de los países ricos recibamos una cucharada de nuestra propia medicina. Es una medicina amarga, pero acaso necesaria: darse cuenta al fin de lo que supone ser un apestado, alguien que los demás no quieren ver por su territorio, un “refugiado climático”. A fecha de esta publicación (17 de marzo de 2020) continuamos esperando que los dirigentes de la UE tomen medidas efectivas y socialmente justas frente a la amenaza a la que nos estamos enfrentando.