Geoingeniería

Hay proyectos tecnológicos típicamente antropocénicos que se aglutinan bajo el rótulo de la geoingeniería. Es un conjunto de tecnologías que se supone están siendo específicamente ideadas para combatir los perniciosos efectos sistémicos del cambio climático. Un grupo de ellas busca la “captura del carbono”, pero no mediante procesos químicos industriales, sino mediante intervenciones a gran escala, acelerando los procesos naturales de fijación. Una propuesta es la “fertilización” de los océanos con objeto de hacer crecer plantas microscópicas que absorben dióxido de carbono y lo arrastran consigo al fondo marino. Otras opciones sería la “siembra” de árboles artificiales para fijar el CO2, tenidos por mucho más eficientes que los naturales. Por supuesto, hay que decidir qué se hace con todo ese gas que se obtenga por los diversos métodos; lo que se sugiere a menudo es almacenarlo a gran profundidad. (El proceso completo de captura y almacenamiento es lo que en la jerga técnica se llama “secuestro de carbono”.)

Dentro de la geoingeniería se encuentra el conjunto formado por la denominada “gestión solar de la radiación” (Solar Radiation Management o SRM por su acrónimo en inglés). Buscan incrementar la radiación solar reflejada al espacio. Se podría llamar también “geoingeniería solar” en el entendido que no tiene que ver ni mucho menos con la producción de energía solar. El objetivo es el de mantener o reducir las temperaturas recurriendo a la reducción de la cantidad de luz solar que llega a las superficies terrestre y marina. La SRM propone diversos métodos: usar diversas partículas para modificar la atmósfera, cubrir los desiertos con materiales plásticos, aumentar el albedo (blancura) de las formaciones nubosas, bloquear la luz del sol con pantallas (espejos) situadas en órbita; incluso el incremento del número de aerosoles estratosféricos por el empleo de grandes cantidades de gases conteniendo azufre. En otras palabras, se crearían inmensas nubes de polvo que, a la manera de las erupciones volcánicas, inyectarían capas de partículas reflectantes a la estratosfera.

Estos métodos, que de momento no han sido ensayados a gran escala, no tienen en común la reducción de la concentración de gases de efecto invernadero en la atmósfera, que constituyen la causa del cambio climático. Su meta disminuir las temperaturas y con ello contrarrestar los efectos derivados del incremento de las mismas. A pesar del controvertido potencial de las soluciones de la SRM y de la geoingeniería en su conjunto, muchos científicos entienden que deben investigarse como “plan B” para el caso de que la situación ambiental empeore hasta un grado alarmante. Sería un mal menor comparado con los peores impactos incontrolables del cambio climático. Con todo, el entusiasmo por la investigación en este campo parece haber decaído algo en los últimos tiempos. Estas propuestas tecnológicas reciben muy diversas críticas. El Grupo ETC, una interesante ONG internacional, ha recogido y expuesto con su acostumbrada claridad la mayoría de ellas: impactos negativos diferenciados (distribución injusta de los impactos por países); riesgo de daños ambientales significativos; irreversibilidad; no aborda las causas del problema; exacerba los desequilibrios de poder global (¿quién controlará el clima?); militarización (origen militar de las ideas de geoingeniería y posible uso militar); excusa perfecta para la inacción; ya existe de facto una moratoria sobre la mayor parte de las formas de geoingeniería (hecha por el Convenio sobre Diversidad Biológica de la ONU); ausencia de un mecanismo democrático, transparente y multilateral para la gobernanza; estas tecnologías podrían hacer que los acuerdos climáticos fracasasen (más todavía); y ¿quién decide qué es una emergencia que justifique el uso de la geoingeniería?

Desde un punto de vista más estrictamente filosófico, constatamos que la modificación intencional del clima crea un planeta cuyo carácter natural, su “naturalidad”, es puesta en riesgo. Un planeta así parece muy distinto del planeta que conocemos en un sentido importante. Ahora bien, algunos sostienen que no podemos afirmar que un clima modificado mediante ingeniería sea malo simplemente porque involucre una intención humana (la de modificarlo). Hay que buscar implicaciones morales que vayan más allá de esta constatación. Lo hemos visto en capítulos anteriores: la combinación de artefactualidad y naturaleza siempre ha estado presente en la historia humana desde sus inicios, pero se ha ido incrementando hasta un punto en el que se llegó a anunciar “el fin de la naturaleza”. Se podría sugerir que, al fin y al cabo, la geoingeniería no es sino la puesta en práctica a escala global de ese deseo de hibridación que se ha estado defendiendo a lo largo de estas páginas. Por mucho que la geoingeniería se torne poderosa, no dejaría de ser una colaboración con la agencia natural: siempre quedaría un remanente de “naturaleza salvaje” actuando, con todas sus imprevisiones e incertidumbres. Ahora bien, no pocos creemos que es precisamente el hecho de que un artefacto exceda las intenciones de su diseño lo que nos debe preocupar con la geoingeniería: los efectos imprevistos a una escala que sobrepasa con mucho el radio de influencia de un artefacto tradicional (una herramienta o una máquina), efectos que podrían ser catastróficos y que además expanden el alcance de nuestra responsabilidad a una escala a duras penas asumible por la psicología humana. Aquí el filósofo Gilbert Simondon nos orienta: cuando un objeto natural es manipulado por el hombre no lo acerca a un objeto técnico. Por el contrario, y paradójicamente, lo aleja, porque lo artificializa: selecciona unas funciones y lo mantiene para que sobreviva por medios artificiales. El ejemplo de Simondon es una flor de invernadero; algo realmente inocuo y hasta atractivo, sobre todo si lo comparamos con el objeto natural clima.