Terminó la COP26 (la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático de 2021) el sábado 13 de noviembre, un día más tarde de lo previsto, y todo para cerrar un decepcionante acuerdo in extremis.
Como en el rugby, con la patada a seguir, en la que un jugador se quita el balón de encima dándole un patadón hacia adelante y cruzando mentalmente los dedos a ver qué pasa, los dignatarios y las dignatarias (esta vez en Glasgow) vuelven a lo que mejor saben hacer en estos asuntos: a retrasar importantes decisiones y a empujar hacia adelante las fechas límite, cuando hay que adoptar medidas realmente a la altura de la más que seria emergencia climática. Eso, cuando, al menos, fijan una fecha concreta, cosa que no siempre hacen. También han sido reacios a que los acuerdos fueran vinculantes. Si, hasta en el colmo de la sinceridad (o del cinismo), ellos/ellas mismos/as lo reconocen: están fracasando en la lucha contra el cambio climático. Estupendo, pero continúan sin hacer todo lo necesario, esperando a ver dónde cae el balón con forma de melón. Y eso los que han ido a la reunión. Han sido clamorosas ausencias como las de Rusia, China, México o Brasil. Algunos han intentado “lavar la cara” alcanzando acuerdos sobre temas concretos (deforestación o metano), pero el principal problema es que los planes de los países para recortar las emisiones de los gases de efecto invernadero no casan con el objetivo de no superar los dos grados de incremento de la temperatura con respecto a niveles preindustriales, o incluso los 1,5.
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